Las nuevas tecnologías han irrumpido
en nuestras vidas y han llegado para quedarse en todos los ámbitos de la
actividad cotidiana, introduciendo nuevos conceptos y formas de hacer las
cosas.
El trabajo social no es ajeno a esta
transformación. En la década de los 80, los profesionales de este campo
desarrollaban su actividad con herramientas básicas, como papel y bolígrafo,
que han sido desplazadas por las nuevas tecnologías.
No podemos ignorar estos cambios.
Todo avance que suponga mayor agilidad en el trabajo debe considerarse un
instrumento de mejora y renovación. Cualquier recurso que facilite el desempeño
de las funciones del trabajo social con mayor eficacia y rapidez ha de ser
bienvenido; no podemos bajarnos de este tren de alta velocidad. Los nuevos
programas informáticos de registro de información han sido y siguen siendo
fundamentales para viajar en este tren con mayor eficiencia, permitiendo
gestionar trámites y prestaciones en menos tiempo.
Nos encontramos en la era digital,
en la que este nuevo paradigma ha transformado el ejercicio de esta y muchas
otras profesiones.
"Yo soy
de la nueva época digital en el trabajo social. El programa informático me
facilita la gestión de forma rápida”, afirmaba una profesional del
sector. Sin embargo ,sus intervenciones basadas en la rapidez que le proporcionaba el
software, dejaban poco margen para una valoración integral y un diagnóstico
preciso, ya que el tiempo disponible para la atención a los usuarios se reducía
drásticamente.
Si bien es cierto que la presencia
de las nuevas tecnologías agiliza el trabajo, debemos preguntarnos si realmente
nos permiten ayudar mejor a las personas. ¿Nos acercan a sus necesidades,
principios y valores, o, por el contrario, convierten los programas en un fin
en sí mismos, imponiendo sus propios principios dentro de un entramado
burocrático en el que la adecuación a los algoritmos preestablecidos se
convierte en la prioridad, más cercana a una inteligencia artificial que a una
inteligencia humanizadora?
Poco favor hacen los programas que
solo recopilan datos y, mediante "inteligencias artificiales" realizan sus propias valoraciones de idoneidad
o no idoneidad. Estos sistemas tienden a transformar a las personas en meros
elementos dentro de un proceso automatizado, diseñando respuestas enlatadas,
sesgadas, abreviadas, sintetizadas y, en última instancia, deshumanizadas.
El dilema surge cuando los medios
informáticos, en los que hoy estamos inmersos, se utilizan más como fin de la
intervención que como herramienta de apoyo en la gestión y tramitación. A la
hora de analizar las posibles líneas de acción, la balanza se inclina
claramente hacia la intervención personalizada, donde ningún algoritmo puede
captar una mirada no percibida o una palabra no escuchada. En este contexto, el
dilema se resuelve como un principio fundamental: nunca una inteligencia
artificial debe sustituir la acción humanizadora.
Con todos los avances informáticos,
ahora más que nunca debemos hacer una revisión retrospectiva, reflexionar sobre
nuestro origen y esencia profesional, y utilizar la inteligencia artificial
para resolver, con inteligencia profesional, los problemas esenciales de las
personas. De lo contrario, más que avanzar, retrocedemos en el pensamiento y en
el constructivismo activo.
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