Tomo como punto de partida la reciente entrada de Inmaculada Asensio en su blog, en la que reflexiona sobre las quejas entre profesionales particularmente en el ámbito de los servicios sociales. Su lectura me recordó momentos de queja que compartí con colegas de la profesión de trabajo social y como han ido evolucionando.
Siempre
ha habido quejas en nuestra profesión, pero quizás estemos atravesando uno de
los periodos con mayor descontento y desencanto. Gran parte de las quejas actuales
giran en torno al papel de gestores que la burocracia de los servicios sociales
nos ha asignado.
Las administraciones, al
incorporar los nuevos algoritmos en sus procesos, han redefinido un nuevo rol a
los servicios sociales utilizando nuestras siglas profesionales, representándonos
como dispensadores automáticos de recursos económicos: bonos sociales, tarjetas
monederas, alimentos…Nos han convertido en una especie de robots al servicio de
un asistencialismo renovado, pero igualmente limitante.
Nos quejamos
de la sobrecarga laboral y de cómo nuestra práctica profesional se ha
transformado en un cajón de sastre para las demandas de los usuarios. El asistencialismo profundamente arraigado en el sistema
de servicios sociales, ha llevado a los usuarios a identificarnos
exclusivamente como gestores de recursos. Buscan soluciones inmediatas y
coyunturales, pero cuando estas pierden su efectividad y se dan cuenta que han
sido convertidos en consumidores dependientes de “recursos trampa”, regresan
con nuevas quejas, reclamaciones y descontentos. Así perpetuamos la rueda del
asistencialismo por la que transitamos.
También
nos quejamos de tener que certificar la pobreza, lo que evoca las antiguas
cartillas de beneficencia donde se registraban a los “pobres solemnes”. Nos
abruma el protagonismo de los informes estandarizados, que a menudo están
llenos de sesgos y carecen de las cualificaciones necesarias para un
diagnóstico social completo y ético.
Se nos ha dejado en exclusiva la medición de
la vulnerabilidad y ya no queda ámbito que escape a nuestro oficio, incluyendo
conventos de clausura, donde también hemos tenido que intervenir para
cuantificar esa realidad.
¿Cómo estamos respondiendo los
profesionales ante estas situaciones?
En muchos casos, lo
hacemos refugiándonos en el quejómetro , ese lugar donde la disconformidad, la
protesta y la queja se acumulan . Aunque este desahogo pueda parecer
terapéutico, suele ser estéril y nos adentra en un círculo de lamentos sin
acciones.
Sarah
Banks diferencia entre profesionales defensivos y reflexivos. Los primeros,
según ella, actúan siguiendo las reglas y cumpliendo las responsabilidades
definidas por las instituciones. Son “funcionarios” o “técnicos” que priorizan satisfacer
las obligaciones institucionales antes que actuar con principios y objetivos
deontológicos.
Por
lo contrario, los profesionales reflexivos reconocen los dilemas éticos y los
conflictos inherentes a su práctica, reflexionan sobre ellos y buscan integrar
valores, conocimientos y capacidades. Aprenden de su experiencia, toman riesgos
y asumen responsabilidades morales.
Banks
advierte: “Si el T.S acepta y sigue incondicionalmente el modelo burocrático
se puede transformar en un profesional defensivo, que sigue irreflexivamente
las reglas institucionales”.
Desde
esta perspectiva, cabe preguntarnos:
¿Qué
estoy haciendo como profesional frente a esta deriva de los servicios sociales?
¿Soy defensiv@ ó
reflexiv@?.
Si analizamos la esencia
y ADN de nuestra profesión, centrada en la relación de ayuda y el
acompañamiento de la persona en sus procesos vitales, con la promoción y
protección de la convivencia como objetivo principal, es evidente que debemos
salir del área de confort .
Nuestra tarea no puede
limitarse a gestionar recursos estandarizados, protocalarizados y
burocratizados. Quedarse en esa comodidad nos convierte en profesionales
conformistas. Salir del espacio de confort exige valentía e incomodidad y sobre
todo compromiso con una práctica ética y reflexiva orientada a la justicia social.
Reivindicar nuestra
identidad profesional implica integrar parámetros transformadores que cuestionen
nuestro papel en un sistema que perpetúa estructuras injustas. Solo así
podremos superar la inacción y contribuir al cambio real, desde un diagnóstico
ético y justo, hasta una práctica profesional comprometida con la transformación
social.